martes, 1 de marzo de 2011

El precio de la felicidad

¿Por qué tengo que trabajar?
Es lo primero que pensaría cualquier mindundi de la generación ni-ni o cualquiera que esté más a gusto tumbado al sol a la bartola con el agua fresquita del mar acariciando sus pies.

Pero la pregunta sigue siendo la misma incluso para mí que soy una currante cualquiera: ¿por qué tengo que trabajar?

La respuesta es muy fácil y muy sencilla: porque quiero tener indepencia. No quiero oir más: mientras estés en esta casa se hará lo que yo digo, cuando tengas tu casa harás lo que te de la gana, mi coche no es para que tú salgas de fiesta con tus colegas y un largo etcétera que la mayoría conocemos de sobra y de memoria. El objetivo que cualquiera de nosotros persigue es abrir las alas y salir volando lejos, muy lejos, volar hasta un lugar en el que no podamos escuchar esas palabras que algún día no serán más que un vago recuerdo de nuestra juventud.

Hay ocasiones en las que la independencia se hace de rogar, se resiste y nos ata fuerte al nido; por mucho que lo intentemos con todas nuestras fuerzas, no podemos hacer que el tiempo pase más rápido, que el dinero se múltiplique como los panes y los peces (ojalá!) ni se puede cebar más al pobre cerdito sonrosado que alberga nuestros sueños de libertad.

Hoy para mi es un día como otro cualquiera: no tengo nada que me haga sentir libre. Cada dia que pasa mis sueños se alejan un poco más, cada día se me escapan de entre mis manos y no hay nada que pueda hacer; no puedo querelos con más fuerza, ni poner más ahinco en lo que hago. Solo me queda soñar, soñar con Morgan, porque al menos el soñar no tiene precio.